martes, 26 de mayo de 2015

LA EXCELENCIA CIENTIFICA EN NUESTRO MEDIO

Esa investigación no pura ha servido para mantener la llama de la ciencia en el espíritu de ciertos hombres privilegiados, cuya idiosincrasia, estado y preservación estudiaremos en este seminario.

Yo pregunto a todos cuantos están aquí (y que hayan leído libros tan importantes como los del Doctor Jaramillo Uribe, la historia de la ciencia en Colombia, de COLCIENCIAS, o las historias de la medicina de Soriano Lleras, o de la Psiquiatría en Colombia de Humberto Roselli), ¿Cuántos trabajos colombianos sobresalientes han merecido un lugar destacado en la historia científica internacional?  Yo diría que se pueden contar con los dedos de la mano. Si comenzamos por la hipsometría de Caldas, que ocupo un buen lugar en la ciencia primitiva de su tiempo, especialmente porque fijo las bases adecuadas de las ecuaciones que servían para medir las alturas de acuerdo con el punto de ebullición de agua, ella fue en 20 o 30 años, sobrepasada ampliamente cuando los creadores de instrumentos de Berlín o Paris perfeccionaron los barómetros y los altímetros anaerógrafos. Seguirán algunos tratamientos de orbitas planetarias y de cometas en las ecuaciones maravillosas de Garavito (anticipado a su Colombia y su tiempo), en cuyo honor  se ha denominado un cráter de la faz oculta de la luna. Vendría después el ya citado descubrimiento de la etiología viral de fiebre amarilla selvática por Franco y Esguerra y la identificación del mosquito transmisor. Es preciso destacar igualmente la figura y la obra del doctor Emilio Robledo con su estudio sobre la Uncinariasis en Colombia, su trabajo más meritorio desde el punto de vista científico, en el cual demuestra que la verdadera causa de la anemia tropical no es el anquilostoma duodenal, sino la uncinaria  americana. Sus meritos como botánico fueron reconocidos por el profesor José Cuatrecasas del Instituto Smithsoniano de Washington cuando clasifico una especie nueva de la familia de las Euforbiáceas con el nombre de Tretorchidium Robledoanum. Habría que mencionar también la pasta colombiana, diseñada por el doctor Alfonzo Esquerra Gómez trabajando en los laboratorios de Baclés y Regaud en los Institutos de Radium de París, pasta que causo gran conmoción en su tiempo, pues su descubridor no quiso patentarla para sí y prefirió ponerla al servicio  de la humanidad. Pero solo perduro 25 ó 30 años hasta cuando se inventaron materiales plásticos que podían sostener con mayor ventaja las agujas de Radium sobre los carcinomas de la piel. De 1924 se dan un gran salto al año de 1964, cuando aparecen los conceptos de la válvula y el síndrome de Salomón Hakin sobre la hidrocefalia de presión normal y sus métodos correctivos que lo colocan con valor indiscutible en la literatura médica mundial.

Se me podrá decir que tengo una deformación profesional hacia la medicina, pero. ¿En qué otras ciencias nos hemos destacado mundialmente? El maíz opaco de Medellín y Cali fue apenas una aplicación, en nuestro país, de técnicas desarrolladas en diversos países por técnicos de la Fundación Rockefeller que, aunque se creyó solucionaría las diferencias de aminoácido esenciales en los herederos de Gutiérrez González, no respondió a los criterios de aceptabilidad que de esa variedad de maíz se esperaban; los paisas resolvieron no comer arepas opacas, porque les parecían sucias y desabridas.


Un criterio que debería tener para juzgar la calidad de la investigación científica seria su consagración en la literatura internacional. No importa que sea francesa, inglesa o alemana, que se imprima en caracteres cirílicos o hebreos o en los indescifrables del alfabeto chino o japonés. El hecho es que pase los criterios de aceptación del New England Journal of Medicine, o del British Journal of Physics, o del Abstracts Fur Chemie o de la Akadimia Nauuk. Esa es la barrera importante de traspasar, no importa cuántos sean los sacrificios y costos del investigador. De otro modo, nos quedaremos con una ciencia rural, provinciana, no conocida mas allá de nuestros ámbitos mediocres que nos llenara solo de la satisfacción estéril de ver temporalmente nuestros nombres escritos en caracteres tipográficos. Se cumpliría entonces el dictum fatal, escrito por Rufino Blanco Lombona en vísperas de la primera guerra mundial y atribuida erróneamente por algunos a Ortega y Gasset de que “La ciencia moderna no habla español”

Bibliografía: Bierman Enrique, metodología de la investigación y del trabajo científico, Unidad Universitaria del Sur de Bogotá, Unisur, Bogotá 1990.  Varias páginas. Documento tomado con fines académicos.

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